Mi primera marcha feminista

//Por: Mariana Herrera//

Hoy en la mañana, mientras repasaba distraídamente la vida de otras personas a través de la ventana en mi mano, Instagram tuvo la gentileza de recordarme un momento de mi vida hace 2 años. 

Era 2019 y la vida era distinta a la que hoy nos enfrentamos; la fotografía que observo es la de un grupo de mujeres, la mayoría de ellas con una sonrisa estampada en el rostro, algunas gritando y unas pocas más moviendo sus pañoletas al ritmo de una canción detenida en el tiempo. 

Me encuentro, en medio de una marea verde y morada, a la mitad de una carcajada y con los ojos brillando: era mi primera marcha feminista. 

Éramos, a lo mucho, unas 100 personas, la convocatoria la había realizado una colectiva con la que apenas estaba empezando a familiarizarme; la mera verdad no tenía mucho que había comenzado a adoptar el término “feminista” como propio.

Aquella tarde del 8 de marzo del 2019 fui testigo de una energía que nunca antes había sentido en mi vida; a las 5 de la tarde, al lado de aquel enigmático Tranvía del Recuerdo, la voz de todas las generaciones se unía para cantar juntas a una misma voz. 

Los rostros que vi durante aquella, mi primera marcha feminista, son rostros que me acompañan desde entonces: las jóvenes alzando la voz para poner orden y con los ojos llenos de fuego, las madres riendo mientras tranquilamente amarraban un pañuelo morado al cuello de sus pequeñas, las abuelas al pie de la marcha, observando el panorama con un dejo de anhelo y una voz que solo se les otorga a aquellas que han dedicado su vida a luchar por ser escuchadas. 

Veo las fotografías con melancolía; aquella sonrisa y aquel brillo es algo que conocí por primera vez al estar rodeada solamente de mujeres; mis amigas, mis compañeras, mis hermanas. 

Comenzamos a marchar, rumbo a la Catedral de la ciudad, y mi voz se convirtió en el eco, primero tímido y después feroz, de una lucha que pertenecía a mi y a todas las mujeres a mi alrededor. 

Al principio había silencio, una timidez guardada que el mundo nos enseñó a adquirir, una inhibición que nos decía maliciosamente que aquel lugar en las calles no nos pertenecía y nunca nos iba a pertenecer…pero entonces, una de las mujeres enfrente de mí, una señora que cargaba una sonrisa en los labios y una juventud en los ojos, comenzó a gritar: “Abajo el patriarcado, se va a caer, se va a caer, y arriba el feminismo que va a vencer, que va a vencer” 

Y mientras entonaba aquella consigna profética, con todo el aire de mis pulmones, mientras mi cuerpo me pedía saltar y sonreír, estaba segura de que aquella felicidad y aquella rabia que nacía de mi estómago, también encontraba su lugar en la esperanza.

Caminamos tranquilas por Independencia, ante la mirada reprobatoria de hombres mayores en la calle, mujeres curiosas saliendo de sus compras y niñas fascinadas con los colores que para nosotras representan la independencia y revolución.

Cuando finalmente llegamos al Zócalo, al lado de la Catedral, nos reunimos en un gran círculo. Observaba fascinada la fortaleza de mujeres que tomaban el micrófono y compartían su historia, aquella historia en la que todas nos podíamos ver reflejadas. Los pañuelos morados se alzaban como símbolo de apoyo y de fuerza, y orgullosa pensé que yo era partícipe de aquella historia, que todas aquellas eran la representación de mi fuerza y que yo estaba dispuesta a ser la representación de la suya.

Nos juntamos por última vez, ya cubiertas por la noche, pero brillando muchísimo más que todo lo que se encontraba ahí aquella tarde. 

Juntas, sonreímos, gritamos y cantamos y quedamos congeladas en el tiempo en aquella fotografía, la fotografía de mi primera marcha feminista. 

Dejé la marcha con la sensación de que la magia se disipaba, pero que ahora cada una de nosotras poseía una llama dentro de ellas que no iba dejar de crecer, una llama que se alimenta de un sueño; un sueño donde no se cae, sino un sueño donde todas lo tiramos

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